Timos y estafas
La Telaraña en El Mundo.
Salvo por el timo continuado, general y larvado de los días,
de los meses, de los años, nunca he sido víctima de un timo con todas las de la
ley, de un sablazo auténtico con todas sus letras. Nunca me han propuesto, por
ejemplo, comprar un piso sobre planos, aunque hubo una época en mi vida, unos treinta
años atrás, en la que vendí o intervine en la venta de bastantes pisos sobre
planos enormes, brillantes, satinados, supongo que afrodisíacos para quien
quiere ver convertido su sufrido y sudoroso papel moneda en un hogar donde
crecer y multiplicarse. Todos crecemos y hasta nos multiplicamos si hay suerte
en los hogares que compramos con tanto cariño como esfuerzo, mientras no seamos
víctimas de la estafa de algún malnacido con pisos que sólo existen en las
maquetas de los escaparates de lujo y en los papeles troquelados de la mentira,
la infamia, el robo del alma a mano desalmada.
Viene todo esto a cuenta del reciente descubrimiento policial
de una masiva estafa inmobiliaria en Mallorca. La gente pagaba por unos pisos
que no existían, lo que realmente no deja de tener su maldita gracia. O su
desgracia. ¿Qué tienen algunas personas que logran embaucar a otras tan inteligentes
o más que ellas? ¿Cómo es posible, a la vez, que se pueda ser tan torpe como
para estafar con un margen de tiempo tan corto para que las víctimas se den
cuenta del fraude y obren en consecuencia? Supongo que tendrá algo que ver con
el influjo del dinero fácil en la mano, en el bolsillo, en el saldo
llamativamente deudor y escandalosamente en rojo de ese balance que todos, nos
guste o no, mantenemos con la sociedad en que vivimos. Antes se pilla a un
mentiroso que a un cojo y no hay lugar alguno donde esconderse cuando la verdad
y la mentira se enfrentan cara a cara en el duelo al sol de cada día.
Recuerdo que una vez, recién llegado a Valencia hace unos
cuarenta años, unos trileros magníficamente confabulados intentaron convencerme
de que apostase a un par de dados que siempre, siempre, siempre, sumaban tan
sólo dos: un uno y otro uno, dos unos ahí clavados, fijos, rutilantes, ternes, obsesivos,
una apuesta super segura, segurísima, que estuve a un paso de rechazar pero que,
de hecho, tuve la debilidad (o la curiosidad, quién sabe) de aceptar para
comprobar, una sola vez en la vida pero para siempre, que esos dos dados no
eran, en absoluto, de fiar y que bastaba que hubiera dinero de veras por en
medio para que cambiasen mágicamente su rutina y los dos unos se convirtiesen
en dos cincos. Todavía recuerdo exactamente lo que pensé cuando me di cuenta
del burdo engaño -la letra con sangre entra- y me di la vuelta y proseguí lentamente
mi camino calle Paz arriba o abajo: cualquier lugar es bueno para pasear (y
pensar) consigo mismo.
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