Urbe irreal
La Telaraña en El Mundo.
Salgo a la calle Olmos y casi me atropella un joven en
monopatín. Apenas sí lo veo por el rabillo del ojo, pero un silbido serpenteante,
como una especie de latigazo en el aire, me deja varado en mitad de la calle y
también de mí mismo. Pasa a veces que a uno le sucede cualquier cosa y el mundo
se le paraliza algo así como un instante y piensa, entonces, que ha vuelto a
nacer o que sigue vivo de prestado, de chiripa, tal vez por necesidad o por azar;
pero no es así. Vivir es, precisamente, saber que uno no puede detenerse ni un
instante, ni el instante maldito ese en que se nos encoge el corazón o el alma
(o quizá ambos) porque nos queremos detener, porque nos queremos bajar del mundo,
porque no queremos ir adonde nos llevan, indefectiblemente, a rastras o a
empellones, mediante engaños y promesas, porque no queremos tener absolutamente
nada que ver con la superficialidad y la ignorancia inconscientes de la mayoría,
con el despilfarro y la corrupción imperdonables de quienes nos gobiernan, con
el pensamiento único y letal del populismo y los nacionalismos identitarios. Me
repugna esa indigencia mental, ese relativismo colectivo, tan de nuestros días,
que da en no creer en nada. En nada.
Salgo a la calle Olmos una vez más y otra y otra y sigo, por
supuesto, sorteando jóvenes y no tan jóvenes en monopatín mientras me sumo a la
lenta marcha bajo el peso plúmbeo del calor, la luz mórbida y engañosa del
verano, el paso indeciso (casi siempre guiados por algún móvil con el GPS
enloquecido) de los turistas por entre el rumor cristalino de los bares, las
tiendas de ropa, los puestos de helados, los abigarrados bazares de los chinos.
Salgo a la calle Olmos y la ciudad entera se despereza (atormentada
urbe irreal) a mi paso. Camino lento y tomo notas, a veces, como quien intenta
jugar al escondite con las ideas y hasta cogerlas al vuelo, aunque aún no hayan
cuajado. Ya cuajarán si han de hacerlo. La ciudad no es una suma de barrios más
o menos infernales o paradisíacos, en absoluto; la ciudad es el latido profundo
de este instante en que aprieto, distraído, el paso y doblo esquinas sin
detenerme en ningún lado, porque ya quedaron muy atrás los días en que uno
buscaba refugios donde amartillar la soledad (o cualquier otra estupidez
similar relacionada, sobre todo, con el arte o la cultura, con esa venta
literal de humo que tantas humaredas literarias produce y seguirá produciendo)
y el único palacio de invierno lo tengo, como no podía ser de otra forma, en mi
propia casa: los ventanales absolutamente abiertos sobre la calle Olmos, el
aire acondicionado rumiando de impotencia como un vertiginoso joven en
monopatín a punto de atropellarme, a punto de caer como la noche sobre mí mismo
y el silencio. Cuánto adoro el silencio y, sin embargo.
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