Nunca discuto con
los lectores de mis libros ni, tampoco, de estas columnas; al contrario,
agradezco que me lean y escriban, aunque sea para autoafirmarse o propagar, con
buena letra, sus fobias y filias. Todos las tenemos y, a algunos, no nos duele
reconocer que las vamos mudando, por azar o convicción, como si fueran naipes
de un juego infernal, cuyas reglas desconocemos, pero reinventamos a diario.
Pasa, sin
embargo, que cuando me hablan de guerras pego un respingo y me acecha un dolor
sin nombre. Pasa que guardo igual respeto por los vencedores que por los vencidos
-que pocas veces, ambos, pudieron escoger bando- y que no hay consuelo en
ninguna paz firmada sobre el lienzo apresurado del horror o la muerte. La
traición. El miedo.
Pero las guerras
se suceden y no hay tiempo, apenas, de inventariar bajas o desaparecidos. Todos
causamos baja o desaparecemos cuando la humanidad pierde su nombre y se
disfraza de tribu maniquea alrededor de un monolito en llamas. De necrópolis
donde lo único en pie son las cruces y la brisa que lleva la asfixia de un lado
al otro. Ese paisaje -como la carta que me dirigió la profesora de la UIB, María Gómez Garrido- me confirma que no
hay mejor lugar que el exilio, ni condición que la de apátrida.
Etiquetas: Artículos
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