Resulta que
salieron al temblor difuso de las velas bastantes estudiantes, profesores,
músicos, pintores y artistas sin clasificar. Salieron hasta los poetas
mallorquines; los que ahora, por aquello del clima y el carácter, ya suelen
andar enroscados en las calas al sol y al hechizo de las musas. «No apaguéis la
luz del Arte, la enseñanza, el futuro», clamó una serpiente global, una mujer
en una maleta, una cadena de espectros entre el castillo del Parlament y la
ciudad entera. Hasta unos palmos bajo mi casa y mi silencio sin subvenciones.
Sea, entonces, de los vampiros la noche, aunque sigan llevando una ancestral
estaca en su corazón de todos.
Será por eso que hace
unos días me eché unas risas con un grupo de ciudadanos de Gibraltar que, ante
las cámaras, en español y con un acento andaluz que clamaba al cielo, no dudaron
en proclamarse más británicos que el mismísimo William Shakespeare. Como mínimo. O como poco.
El paisanaje,
pues, es divertido y tanto da si opina como uno o si no. Sólo vale emocionarse.
El jueves, por ejemplo, aluciné con el concierto -dos canciones y dos filípicas
de órdago, le pillé- de Carlos Garrido
en la Plaza Islandia. No hay nada como una buena exhibición paródica para
reconciliarse con el mundo. Y aún más. Con todos los mundos posibles.
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