Desde Ícaro, la gente sigue queriendo volar
sin conseguirlo, salvo si embarca en una especie de lata de sardinas con alas
-«low cost», por supuesto- o si salta, como poseído, de balcón en balcón hasta
el lógico estrépito de un aterrizaje brutal sobre el cemento armado de la otra
vida. O del más allá.
Uno puede
comprender ese desvelo por ser como pájaros, siquiera en los malditos sueños de
la insatisfacción sin asumir, pero no, desde luego, cuando uno celebra sus
vacaciones anuales en un hotel de cualquier zona turística de las Islas y cree
hallarse, en fin, por encima del bien y del mal, por sobre la gravedad y las
limitaciones de la materia. En la caída libre de quien desdeña que el vacío es,
por definición, un lugar vacío. De ahí al hospital o a la necrópolis hay sólo
un paso.
Pero siguen
sucediéndose, como si nada, los ebrios abordajes del vértigo, sin que las
diversas campañas publicitarias e informativas parezcan surtir efecto alguno.
Quizá sea que la gente que nos visita -algunos de ellos- tiene tantos problemas
y tanta necesidad de ahogarlos, que ni el alcohol o el éxtasis -aquí el remedio
siempre es el veneno- les son suficientes y sólo les queda la solución drástica
del «balconing». Vale que la vida sea un juego -y también un sueño- pero uno
debiera preferir despertar entre sus sábanas que bajo una fría lápida.
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