Ya saben aquello
de que Dios escribe recto con renglones torcidos. Quizá sólo sea una metáfora,
pero también parece valer para alguno de los recortes que sufrimos. O eso vino
a decirme un amigo, inquilino eterno de las listas del SOIB y con el catálogo
de las sucesivas ayudas sociales ya vencido con creces -me habló del subsidio
de desempleo, las prórrogas, la ayuda familiar, los mayores de 45 años, los 400
euros y otros parches que ni le entendí- al recordarme que, gracias al copago
sanitario, ya no abona ni un euro por sus medicinas. Nada.
Supongo que es
justo que quien menos tiene, menos pague. O no pague nada. Y más cuando la
condición de parado, de hecho, deviene un estado crónico. Algo así como un
rumor que un mal día envuelve a sus víctimas y no las suelta. Una herida que se
abre y se cierra y ya no se ve, pero que sigue sin curarse, hace callo y se
eterniza.
Una especie de
extraña liturgia individual, que hace trizas el entramado colectivo y sus
sacrosantos ciclos de producción y consumo, para convertir a la legión de
parados en sombras furtivas de lo que fueron. O no, porque a mi amigo le veo la
mar de bien. Y contento, porque los fármacos le salen de balde. Otro día le
preguntaré por su jubilación. Y a ver.
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