Escribo estas líneas en plena huelga general para que las
lean hoy, el día después, cuando ya se conozca el habitual baile de cifras, el
fervor mayúsculo de los piquetes, los niveles palpitantes de la crispación y el
desánimo en las calles y toda esa suerte contable de incidencias que convierten
cada huelga en lo que es, una celebración de no se sabe muy bien qué, porque lo
único seguro es que no hay nada que celebrar, por desgracia.
Queda claro, pues, que ayer estuve trabajando y que ni se me
ocurrió asomarme a la calle o a la tortura de las tertulias televisivas porque,
aunque mi curiosidad es infinita, no me da como para caer en el bucle
patológico de tomarme en serio lo que las hordas de Méndez y Toxo -o de Lorenzo Bravo- hagan o dejen de hacer.
O no hagan, ni dejen hacer; que eso es, a fin de cuentas, lo que se desprende
de su prehistórica y burda dialéctica de trincheras y subvenciones.
Pero no importa. Ya casi que nada importa cuando hemos de
felicitarnos -y es que no hay otra- de que unos niños puedan estudiar en las
aulas de nuestra comunidad nueve horas, nueve, en castellano, porque padecen un
ligero atraso en lectoescritura. Aceptar, como si fuera un éxito, semejante
insulto, es algo que me sobrepasa. De veras.
Etiquetas: Artículos
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