Parece que la vida se resume fácil si nos dejamos llevar por
el rápido vaivén de las décadas. Así, por ejemplo, los setenta me parecieron
emocionantes y hasta apoteósicos en su recta final. Los ochenta, sin embargo,
fueron otra cosa. Vale que no empezaron mal y que me trajeron -cosas de la
edad, supongo- algunas novedades de cierto valor subjetivo -como la publicación
de un par de libros o el nacimiento de un hijo- pero me da que tanta vanagloria
sólo escondía el inicio de una ceremonia de la confusión que, por lo que fuere,
nunca pude soportar.
El posterior optimismo colectivo, tan constitucional como
autonómico, y esa curiosa «movida» en la que todo se movía sin saber por qué ni
hacia dónde, no hicieron sino confirmarme que lo mejor era desaparecer por un
tiempo. Así lo hice.
De los noventa no diré nada, porque seguía desaparecido y
hasta en el exilio de mí mismo; en algún lugar que, ahora, me sigue pareciendo
muy higiénico. Gracias a esos años pude afrontar la década inicial del nuevo
siglo con la mejor de las sonrisas. Pasa, sin embargo, que la inercia me ha
llevado hasta esta segunda década y, aunque conservo la sonrisa, no sabría
explicarles lo que me cuesta mantenerla, cuando la única mueca que me arranca
el caos de la actualidad es la temblorosa caricatura de un inaudible y gélido
grito de horror. O perplejidad.
Etiquetas: Artículos
1 Comments:
Tranquilo, no eres el único que ve esta fase terrestre como un absoluto caos, del que te dan ganas de saltar en marcha.
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