Si la anestesia no es total, es que se trata de alguna
insensibilidad voluntaria o selectiva. Y si es total, es que nos hallamos fuera
de la realidad, del lado apagado de los sueños que no dejan ni una mísera
huella, porque nunca los podremos recordar. Todo un despilfarro.
Me sitúo, pues, en el lugar inhóspito de un enfermo
imaginario -un clásico entre los clásicos- que mira a su alrededor y adentro y
sospecha que algo no funciona y no sólo en sí mismo, sino más allá, en el lugar
de alguien que puede creer o descreer, y con irrefutables argumentos, en la
honradez individual de la gente y hasta en la suya propia, pese a que una
sucesión de nubes tóxicas le convenzan, en fin, de que algo huele a podrido en
Dinamarca.
Es ahora cuando frunzo el ceño, porque detesto las frases
hechas y nunca viajé a ese país y me duele Mallorca igual que Valencia o
Cataluña (y mil sitios más) y la ubicua corrupción se me aparece como el estado
general de un sistema que no funciona, porque está mal diseñado y hay
demasiadas vías alternativas para que el dinero público se convierta en otra
cosa y todo lleve adjunta su comisión, su tanto por ciento, su agujero negro
más allá de hasta donde la fiebre sube y no baja y, aun así, sé que no deliro.
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