Me aconsejan, en privado, que investigue lo que sucedió en
Barcelona, a 35 metros de profundidad, cuando las excavadoras, durante el
proceso de tunelación de la línea 9 del Metro, se toparon con los cimientos de
un rascacielos a la altura de las calles Valencia o Mallorca. Ahí mi informador
me deja abiertos unos interrogantes y yo, que de sabueso tengo poco, dejo vagar
mi imaginación, mucho más allá de Google o cualquier otro buscador, porque entre
Mallorca, Valencia y Barcelona podría resumir buena parte de mi vida; y en
cualquier resumen uno se echa tanto en falta como se encuentra, se sabe
prisionero y fugitivo. Una sombra de lo que es y una proyección de lo que fue.
O viceversa.
No es fácil, pues, bucear en el pasado sin asfixiarse. Pero
tampoco lo es ceñirse al presente, cuando la aprensión o la indiferencia nos
obligan a dudar de todo y todos.
Hay capas superpuestas de barro, túneles de usura y
corrupción, bolsas mefíticas y un sinfín de agujeros negros bajo el suelo, en
apariencia firme y sólido, que asendereamos. Lo malo es que, a cada paso,
levantamos una polvareda y adivinar el sentido último del horizonte es como
perseguir la luz a través de la bruma. Un empeño ético. Una travesía a ciegas.
O una cuestión de fe.
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