Si mal no recuerdo, las leyes orgánicas me han dado mala
espina desde siempre. No sé qué puede haber de orgánico o inorgánico en un
texto escrito con un léxico, por norma, tan ambiguo y rebuscado que, de hecho,
sólo sirve para que le busquen alguna puerta falsa de salida, algún doble
fondo, algún armario de la vergüenza donde escurrir el bulto y dejar ahí los
restos, esos sí muy orgánicos, de no se sabe qué. O sí, pero mejor no decirlo.
Mientras tanto, Rafael
Bosch sigue retorciendo el lenguaje (el común, pero también el propio) para
que nos extraviemos con él y no sepamos volver ni por donde solíamos. Su
apuesta por convertir el catalán en asignatura troncal, en vez de
especializada, de la nueva Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa
nos deja más que fríos, perplejos. No sabemos qué quiere decir y ni creemos que
él lo sepa, aunque luego se digne calmarnos con un demoledor «a efectos
prácticos, todo seguirá como hasta ahora». Acabáramos.
Tanto viaje inútil me recuerda el tornado de una peonza
cuando se hace fuerte en un único punto. Ahí giraría para siempre, sino fuera
porque la gravedad y otras leyes físicas y lógicas le acabarán pasando factura.
En breve, esa peonza se quedará quieta, abatida y olvidada.
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