Hace sólo unas semanas, los artificieros de la Guardia Civil
tuvieron que explosionar una vieja granada de mortero de 50 milímetros, que un
vecino había encontrado en una finca de Consell. No deja de tener su miga
andar, quizá, buscando setas y toparse con la madriguera misma de la muerte,
con ese cilindro hueco de latón y trilita que, en este caso y por fortuna,
llegó tarde, mal y nunca a su destino. Con más de 75 años de antigüedad,
silencio, soledad y olvido a la intemperie.
Esa pólvora inerte, pero no del todo inocua, resuena ahora
en algún aposento insonorizado de mi selectiva memoria. No guardo ningún
recuerdo -y por lo tanto, tampoco ningún reproche o halago- de lo que no he
vivido. Y esa granada perdida, previsiblemente lanzada por el bando llamado,
entonces, nacional, me parece la penúltima metáfora de una guerra que nadie
mereció pero que todos, me temo, se ganaron a pulso.
Hoy empieza, más o menos, el año laborable. Volvemos a una
normalidad precaria y a una esperanza cada vez más desaliñada y agónica. Pero
volvemos, pese a todo, a la habitual jauría de los días, porque no nos queda
otra que perseverar en el intento de ir más allá de la pólvora mojada y, sobre
todo, del frívolo e irresponsable disparar con «pólvora del rey» a todo lo que
se mueva. Ese derroche generacional aún no lo hemos terminado de pagar.
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