Reconozco que no sigo con mucha atención las ciclotímicas
evoluciones de los nombres de las calles de Palma. Ni siquiera de las que, por
cercanía, inercia o puro vicio, frecuento casi a diario. Vía Roma, por ejemplo.
O su extensión de siempre: las Ramblas, para entendernos. O las Ramblas de los
Duques de Palma, si lo que queremos es perdernos del todo y no recordar dónde
paran, aún, las pocas flores que nos quedan. En la Rambla de las flores, claro.
O no tan claro, porque cada ciudad es un mundo distinto, con
sus propios diosecillos locales inscritos en el lapidario urbano sin más honor
que un rumor pretérito y seguro que imperfecto. Material sensible, quizá, tan
sólo para políticos e historiadores quisquillosos y ladinos. O, en su defecto,
para los ilustres comisarios lingüísticos de la UIB, que son un poco de esto y
un mucho de aquello. Cómo no.
Pero lo cierto es que no me importa, apenas, el nomenclátor
mutante de las calles -trate de duques y alféreces, como de poetas y saurios-
cuando sólo son las personas y algunos monumentos, quizá el color ocre de las
piedras, la fronda de los árboles y, en fin, supongo que también el perfume
fugaz de las flores, los únicos elementos de la realidad que nos dejan, a
veces, alguna que otra leve huella en la memoria. O algún silencio marcado a
fuego en los refugios íntimos del alma.
Etiquetas: Artículos
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