La respuesta al debate de los sábados en El Mundo: ¿Está de acuerdo con las palabras del fiscal que ha cargado contra los
delincuentes extranjeros?
No. Quizá Jaime Guasp
trabaja como fiscal de guardia en los juzgados de instrucción de Vía Alemania
como Robert De Niro lo hizo de
taxista nocturno en la estresante Nueva York de «Taxi Driver», ese gran film de
Martin Scorsese. Quizá las horas se
le antojen eternas y, entre agresiones, robos, vejaciones y hasta asesinatos,
no le quede otra, en fin, que ir maquinando las conclusiones más temerarias
para huir, así, de la indigestión y el vómito. Para no caer en el albañal del
desánimo y la podredumbre.
No vamos a obviar, por supuesto, que la condición humana
tiene su lado salvaje y sus códigos secretos, su santoral de ultratumba y
silencio, su grito acerado donde rompen las cuerdas vocales o más allá, donde
muere el lenguaje. Observarlo, como testigo y fiscal, es como acudir a una cita
a ciegas con el espanto. Una prueba de fuego que debiera servir para deslindar
el grano de la paja y no para mezclarlos. Vivir es algo así como cortejar con
lo que deseamos o nos gusta. A veces, eso nos mejora, pero también nos puede
pervertir y trasladar al hedor de la carne tullida por la niebla, la llaga
incurable, la muerte anunciada. No es difícil, entonces, que desde su atalaya
insomne, Guasp haya sentido la náusea y el sudor gélido de la violencia en los
callejones sin más salida que el filo racial de las navajas, el desgarro
interior de la droga, el tatuaje de la herida en la piel. Todo un poema.
Podemos entender, pues, la naturaleza de su alegato contra Mohamed Fadel E.A. y la delincuencia,
pero no saltar, como él hace, desde el horror de la anécdota puntual a la caza
indiscriminada de los extranjeros, por muy marginal que sea su condición y
catadura. Hay otros muchos delincuentes, en especial de guante blanco y
nacionalidad irrelevante, que no pisarán en la vida los tugurios agónicos de
Magaluf, pero sí, y con paso firme, las cálidas baldosas del mármol y la
corrupción. Son ellos, y no sus desheredados, los que debieran concentrar todo
el esfuerzo de la justicia. O casi todo.
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