Estoy por ponerme a chillar o, en su defecto, a escribir en mayúsculas:
¡Qué vivan los recortes! Pero no. Alto ahí. La supresión del atronador Aiguafoc y el hecho de que el
presupuesto verbenero de las Fiestas de San Sebastián haya menguado un 28% no son
malas noticias, desde luego, pero tampoco son la noticia definitiva que algunos
deseábamos.
Me temo que aún nos tocará aguantar, mientras la grasa de las
longanizas alce sus chirriantes humaredas por toda la noche palmesana, un
selecto rosario de actuaciones musicales encabezadas, entre otros, por M-Clan, Pitingo o Jarabe de Palo.
Por lo que me atañe, como si me hablasen de aceite de ricino a granel -casi
cuatrocientos mil euros, nada menos- para purificar el alma. O lo que nos quede
de ella.
Pero tampoco se trata de ejercer de aguafiestas por mero capricho.
No es eso. Es que una multitud deambulando de plaza en plazoleta y de solfa en soba
es la antítesis de lo puedo entender como festejo. No hay más pausa ni
reflexión que la fatiga y el colapso. No hay más divertimento que calmar la gula
y huir, como posesos, del fuego, el ruido, la payasada prosaica de los dimonis y toda esa suerte febril de
tópicos a los que llaman cultura mediterránea; y no lo son. No pueden serlo.
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