Me da que la muerte siempre nos pilla por sorpresa. Me
refiero, claro, a la muerte de los otros, que es la única muerte que existe,
porque la nuestra, la propia, no alcanzamos nunca a certificarla y, en cualquier
caso, nos da muy mal fario hablar de ella. Mejor, pues, hacer como que la ignoramos
mientras vigilamos, ajenos pero curiosos, el fúnebre cortejo de cada día, esa
procesión discreta, mortal e involuntaria, esa peregrinación un tanto frívola o
solemne -según la sintamos- que acaba no se sabe dónde, por qué ni cómo.
O sí que se sabe, pero qué importan los pequeños detalles,
los más crueles, los que no podemos explicar ni, sobre todo, explicarnos. No
vamos a jugar más allá de lo necesario con lo desconocido ni con lo que se nos
aparece como sagrado, aunque ignoremos si lo es. No lo haremos, porque la gente
se muere. Más aún, porque los conocidos y amigos se mueren y parece, en fin,
que hasta se van yendo despacio y en un orden indescifrable y como sin
despedirse, aunque nos hayan avisado mil veces de que las cosas no andaban bien
y era harto improbable que mejorasen. Las cosas. O la vida.
Hace unos días nos dejó Jaume
Pomar y, como por inercia, he releído
la traducción al castellano (tan cuidadosamente fiel como infiel, según lo
exija el texto) que hizo de sus propios versos en catalán. Esa experiencia de
creación y mutilación le envidio. Ese valor suicida le reconozco. Esa muerte
suya, ya latente en su obra y en algunos pasajes airados de su vida, le
disculpo. Ahora. O siempre, que ahora es ya lo mismo.
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