Sólo la desidia o la incompetencia, la mala gestión continuada
o el extraño bulto (sin escurrir) de una inercia contable con tanta vocación de
abismo como de debacle, pueden explicar que los músicos de nuestra Orquesta
Sinfónica lleven desde julio sin cobrar y que no sea previsible que lo hagan en
breve. Es lo que tiene la música cuando deambula entre la precariedad privada y
el voluptuoso interés público, entre la necesaria supervivencia (sin sumisión a
subvenciones, espero) de la cultura y la estampida general o el naufragio
colectivo a la hora de afrontar, puntualmente, los pagos que van desde el
territorio confuso de la realidad al lugar, casi indescifrable, de los sueños.
O viceversa.
En esa aduana (que es, entre otras varias, la que marca la
línea roja de Hacienda) se forman las colas más largas y redundantes del
universo. Los ovillos más desmadejados. Las listas de espera más desesperadas.
La antesala imposible, quizá, del desaliento: desafina la tropa y chirrían
todos y cada uno de sus instrumentos.
Pero viajo a la terraza cotidiana de los bares de Palma y a
la mendicidad encubierta (o sin encubrir) de otros músicos sin más presentación
que el tintineo impaciente de sus alcancías. Creo haber oído que Cort, tal y
como sucede en otras ciudades, está planeando exigirles unos niveles artísticos
mínimos y una especie de carné para poder tocar en las calles. Pues no sé qué
decirles. Odio tanto las intromisiones administrativas como que me asalten con músicas
ajenas a la hora sagrada y revoltosa del aperitivo.
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