Quizá no haya nada más glorioso que empezar agosto con
algunas lecciones magistrales al respecto de sueldos, sobresueldos y otros complementos
de serie B. Me refiero a la comparecencia del presidente Rajoy y a su discurso, desde el plasma de su personalidad, ante el más
que selecto, selectísimo, grupo de expertos en el turbio asunto de las
contabilidades subterráneas que le aplaudían, jaleaban o abucheaban.
Ahí es nada, en efecto. Todos los partidos políticos del
orbe a vueltas con su propia financiación, ese misterio eterno de porcentajes fluctuantes
donde se mezcla la picaresca de los bajos fondos y la desfachatez cínica del
exhibicionismo. «Fin de la cita». Esto es, en resumen, lo que vinieron a
representar Rajoy, Rubalcaba, Lara y
demás líderes políticos (incluidos los catalanes) ante sus chirriantes bancadas
de diputados afectos.
Porque de lo que se trata, al parecer, es de revivir en el
Parlamento lo que ya se ha convertido en el sello distintivo de las tertulias
televisivas. Buscar culpables (sin alejarse de la tradición judeocristiana) y
demorarse en ellos a cambio de las dosis precisas del proselitismo más ajustado
al morbo de la audiencia. La fascinación ideológica por los SMS filtrados. El
erotismo de las cajas negras de la razón. Lástima que para este tipo de sesudas
introspecciones valga igual un maquinista desorientado que un bárbaro jugando
con las brasas del infierno, un tesorero fuera cuerda que el valiente (o
suicida) Duran i Lleida exigiéndole
al gobierno un examen de conciencia. ¡Nada menos!
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