A los comensales se los puede llevar por delante un
ciclista. O viceversa. Al menos en
Blanquerna y en Plaza de España, donde los carriles de las bicicletas
del verano casi que cruzan -y en todo caso, rozan- el espacio acotado de las
terrazas al sol hiriente del día o al calor en llamas de la noche. Este año, algunas
terrazas traen su propio sucedáneo de riego por aspersión: ecológico y seguro
que sostenible. Me siento en ellas y me pulverizan con la dudosa humedad a
ráfagas del cielo y miro a ver si crezco o, al menos, si arraigo; y no. Ya ni
una cosa ni la otra me parecen posibles.
Pero hay una guerra -o su preludio, que siempre es algo
mucho más serio que los vulgares desahucios de una artificial crisis económica
o los conflictos de intereses en plena zona de ocio y negocio- aquí al lado. En
el Egipto de la Biblioteca de Alejandría y de las pirámides que nunca visitamos.
De los faraones en sus criptas entre la codicia del tesoro y su maldición de alacranes.
O de víboras. De un lado, la turba de los Hermanos Musulmanes. Del otro, el
gentío arremolinándose en los fangales del Nilo: esa bruma profunda de miseria,
ese caldo muerto de siglos donde empezó buena parte de nuestra historia y no sé
si va acabar ahí.
Mientras tanto, casi todos intentan lavar su descompuesto manto
blanco de ira, sin conseguirlo. Presiento que no hay paisaje que no sea capaz
de trasladarse desde las dunas del desierto a las dunas turísticas de nuestros
arenales. Miedo me da mirar, alrededor, y ver lo que hay. Pavor, lo que podría
haber.
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