Y de repente, la ciudad amanece tullida de bronce y huérfana
de colores y como muy oscura y parece que llueve y hasta relampaguea y las
calles, perezosamente, se van poblando de paraguas abiertos y nadie puede
asegurar si acabará amaneciendo por completo o si la noche, en cambio, holgazaneará
algunas horas más allá del abismo de la luz y el equilibrio biológico de las
horas.
Pero es en este mismo instante, tan apurado como quizá
inverosímil, que los cielos heridos mezclan sus lágrimas dulces de agua -esa
química gramatical de las alturas es también un holograma suicida de las
alcantarillas- con las aguas rotas de Emaya; y del chirriante grifo abierto del
día a día puede que sólo brote el horror seco de los enchufados por la gracia
plural del esperpento, el vocerío de los comisarios políticos en plena timba de
tahúres, la sangre desteñida de la corrupción sucesiva y casi que eterna. La molesta
sensación repetida de que nada funciona como debiera y de que esto, en fin, no
hay quien lo arregle. O casi. O así.
Sólo falta, pero sucederá en cuanto me descuide, que la
corriente eléctrica parpadee con fuerza y que el ordenador se apague de repente
y que estas líneas se fundan rápidamente en negro y no haya otra forma de
recuperarlas que confiar en la memoria y aceptar el hecho inevitable de estar
escribiendo en la arena: justo ahí donde rompe la espuma de los mares y se
lleva las palabras a otro lugar donde alguien, y eso sí que es seguro, las
acabará reconstruyendo. Estos milagros son los que nos mantienen con vida.
Etiquetas: Artículos
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