Vuelvo a clase, como a mí mismo. Sabiendo que no hay cátedras
de filosofía ni laboratorios científicos suficientes (y eso que no hay nada mejor
al margen de esta doble apuesta simultánea por la razón y la quimera) a la hora
de explicar el mundo y dejarnos conformes. O saciados. No la hay, porque aunque
unos pocos axiomas nos calman, cómo no, la sed, otros muchos nos surgen enseguida
arruinándonos la paz, tan efímera y coyuntural, tan imposible. Será que el
auténtico tesoro ya sólo puede ser la incertidumbre. Y en especial, sus
métodos. O los míos.
Quiero decir que, enredados en los imprecisos límites del
lenguaje, de este lenguaje escrito como en los de cualquier otro, presos, en
fin, en sus devastadoras redes y casi que hasta dando saltos, como peces
moribundos, contra la asfixia conceptual al igual que contra la sobreabundancia
informativa, sólo nos queda otra que asumir, con cierto humor y más aún, con el
correspondiente resabio a nada, nuestras magníficas e insuperables
insuficiencias. No podemos abarcarlo todo, porque nuestras visiones son sólo
parciales, cuando no sesgadas u oblicuas; escandalosamente subjetivas, cuanto
más alejadas de nosotros mismos y nuestro ombligo se pretenden. Este fracaso es
cierto, pero no tenemos de qué avergonzarnos.
Hay que dejar, pues, que los cielos nos sigan proveyendo. El
maná de la incertidumbre o la ignominia. El de la búsqueda o la vergüenza. El
que nos obliga a enviar a nuestros hijos a clase sin saber si el día de mañana
serán funcionarios del mundo o de las cloacas.
Etiquetas: Artículos
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