Hay un cierto resplandor al alba en el que dejo que la luz
se mezcle con la negra espuma del primer café diario. Es así como me levanto
cada mañana y como me he levantado, también, hoy mismo: de un mal humor de
perros mientras las noticias iban agrietándome las costuras del alma. O los
retortijones de su mortaja. La sede en Palma de UPyD ha amanecido derramada de
pintura roja y sangre metafórica; víctima, en fin, de una nueva agresión
totalitaria (yo no diría fascista, sino eminentemente bastarda) contra todo lo
que no sea la fe ciega en la fe muerta de las viejas ideologías dominantes.
Mientras tanto, en Ucrania, la madre Rusia va perdiendo su
perfil inexpugnable en aras del sueño renovado de una Europa que no sé si
existe. Ni si ha existido nunca. Pero ver caer la estatua (madre gélida y también
castradora) de Lenin sí que me reconforta
el ánimo antes de derrumbarme en un abismo sin más fondo que un desguarnecido
mohín de desengaño al enterarme que Kim
Basinger ha cumplido los sesenta años y yo sigo prendado, aún, del
claroscuro erótico de aquellas nueve semanas y media que intento revivir sin demasiado
éxito.
Pero no hay mayor problema. El mal humor se irá como vino y
regresará de igual manera. En cada instante se funden sensaciones y espejismos
de muy distinta envergadura. Pruebo a pasear por los alrededores de la Plaza
Gomila. Intento recuperar las imágenes de mis recuerdos entre la basura y las ruinas
actuales del lugar. No hay nada peor que regresar al lugar de los sueños y
comprobar que ya no existen.
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