Se trata, casi siempre, de saber hacer cola. Paciente y
tranquilamente. De esperar a que nos llegue el turno decisivo de un humeante
café o un chocolate espeso y caliente. De un cucurucho tiznado de hollín y castañas.
De un poco de felicidad manufacturada, quizá, por algún ángel invisible. Palma
no es ciudad de grandes colas, en efecto, pero estos días he revisitado algunas
de ellas; primero, con auténtica extrañeza y luego, al rato, con la sensación
turbadora de lo que recordamos haber visto, pero no sabemos cuándo. ¿En qué
tiempo? ¿Bajo qué circunstancias, cuáles?
Sucede, entonces, como si algún resplandor extraño en los
márgenes inciertos de lo que va sucediendo a nuestro alrededor –todo lo que
vemos sin acabar de creérnoslo: bien que hacemos- nos condujese de regreso a
algún territorio remoto e inexpugnable, quizá a los acantilados de la infancia,
a la prisa y a la ilusión virgen, a la agitación y al spleen interior, al pequeño cúmulo de torbellinos y saltos en el
vacío que vamos archivando, sin saber por qué ni cómo, en los nebulosos compartimentos
de nuestra memoria hasta que, por fin, nos llega la vez única (y ahora
repetida) de revivirlos.
Se trata, casi siempre, de saber hacer cola. De esperar
turno como quien se espera a sí mismo en la mejor de las noches: en la
Nochebuena de hoy, por ejemplo. En el artificio reparador de la fiesta como terapia.
En el viaje de la consciencia como prueba del eterno retorno de lo idéntico. En
el deseo repetido que uno no puede sino expresar. Feliz Navidad, por supuesto.
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