Quizá la agridulce cercanía de la Navidad, ese lugar de
ausencias que usan la complicidad de la luz y las sombras para multiplicarse
como clamorosos espectros, me obligue a abrir paréntesis de calma donde podría,
en cambio, escarbar en busca de los diagnósticos más explosivos. O puede, tan
sólo, que esté aburrido y con el ánimo levantisco; y que cuando el mundo gira
sobre sí mismo y se cierran los círculos anuales prefiera entornar los ojos y
dejarme llevar a la otra orilla de los sueños: de los maltratados sueños que ya
no sé si lo siguen siendo.
Todo parece ser otra cosa, aparte de la que es. O de la que
solía. El edificio de GESA, por ejemplo, se nos aparece, ahora, comparado con
las sedes de la ONU o el Daily Mirror. Ahí es nada. Y nosotros sin saberlo y la
comunidad entera jugando con la auténtica piedra singular de Palma, sus
reflejos mutilando, entre la solemne Catedral y el irreal Palacio de Congresos,
la quebrada línea marítima de una ciudad que nunca echa en falta a nada. Ni a
nadie. Por supuesto.
Es lo que tiene ser lo que se es y algo más. Seguro que la
OCB sabe muy bien de lo que hablo. Ellos no sólo son los sujetos pasivos de las
investigaciones de la Policía Nacional; también son las arcas bancarias y
laborales, la avanzadilla religiosa y el maná nutriente, el glorioso pendón
último de todas las estelas desplegadas sobre un mar en llamas, que fuera
nuestro y que volverá a serlo, seguro: la postal navideña de la
UIB (#SOMUIB),
con el ferviente poema de
Marià
Villangómez, nos lo demuestra. O casi.
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