Las más de las veces les daría algunas monedas con tal de
que se fueran con su música a otra parte; pero igual es que soy un raro y no
deben, por lo tanto, tomarme en serio: hay gente que hasta les aplaude y
tararea, mientras dan vueltas por entre las mesas abarrotadas de las terrazas y
el mundo, entonces, se vuelve más oscuro y no sé si mezquino y un rugido
catastrófico de acordeones y timbales (o así) me hace trizas el alma y el poco
tímpano que aún me queda.
Es la hora del café con leche, el refresco o la caña echados
a perder para siempre. La hora del mal cuerpo, confirmado, por tener que afrontar
los ciclones y las tormentas acústicas y no poder, siquiera, poner cara de
disgusto, negar una limosna, una sonrisa, un airado cruce de miradas entre el
gentío inconsciente y el sol de plomo (o latón, el paupérrimo metal del dinero)
en las alcancías.
El tema, no obstante, no es tanto la música como la
mendicidad. La sobreactuación vulgar de los peores frente a la discreta
presencia de los más cualificados. Ahora recuerdo a una mujer entonando arias
con esforzada dignidad y a varios grupos o solistas, sobre todo por San Miguel
y alrededores, que casi convierten la ciudad en un magnífico viaje desbocado
entre emociones que van o vienen: siempre al galope. Lo que ya no sé (desechada
la autoridad moral de todos los colectivos artísticos o municipales del
universo) es cómo disfrutar de su fiesta sin tener, como contrapunto, que
aguantar a la peña ruidosa y folclórica de las terrazas y la sangría compartida
de los bares.
Etiquetas: Artículos
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