Acabo de ver una extraña luz brillando sobre la superficie reseca
y, seguramente, baldía de Marte. Una especie de géiser de luz, muy similar al
géiser de agua bajo los arcos y las agujas góticas, flamígeras, de la catedral
de Palma: la brisa marina empieza ya a ser cálida, pero no deja de salpicarnos,
como siempre, con su refrescante espuma (de mar Mediterráneo en peligro
inminente de expolio, explosiones y taladros), mitad surgida de la curiosidad y
mitad de la ignorancia. O del inacabado saber que nos confirma que no lo
sabemos todo, ni falta que nos hace.
La inmensidad de nuestra catedral me turba, pero también me
sonroja su personalidad y parsimonia de siglos, su aplomo solemne de pedernal y
lápida, su sacrificio sucesivo de generaciones, su fortaleza de fe, quizá, en
los cielos y hasta en las extrañas luces brillando sobre la superficie reseca
y, seguramente, baldía de Marte.
Recorro lo que queda de las antiguas murallas y las
callejuelas, en sombra perenne, del laberinto del casco viejo, alrededor.
Enciendo, más tarde, luego, ahora, la televisión y me dejo caer en la
actualidad y en el pozo sin fondo de las redes sociales. No parece de recibo
acudir hasta el mismísimo Congreso de los Diputados con un equipillo plagado de
suplentes. Con una terna de simpáticos funambulistas sentimentales. No es
serio. Como tampoco lo es quedarse sin la semifinal de Champions a orillas del reseco
y, seguramente, baldío Manzanares, cuando lo suyo, desde siempre, era arrasar a
lo grande en el Bernabéu. O intentarlo, al menos.
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