Ahora que los científicos han descubierto los primeros
temblores del Big Bang y su alargada sombra sobre nosotros (y sobre este precario
instante de tiempo que intentamos, a toda costa, atrapar entre los márgenes de
la página antes de perderlo para siempre), sólo nos falta sacudirnos de encima
sus pegajosos restos y migajas; eso y alejarnos, tal vez, de la rutina
inflacionista de las ondas gravitacionales o de las deformaciones provocadas
por aquella antigua (pero no sé si pretérita) gran explosión en el binomio
espacio-tiempo.
Cualquiera diría, pues, que nos persigue la memoria
atormentada del universo y que padecemos, quizá, su resaca. Pero tantas metáforas
no nos reconcilian con la ciencia ni, tampoco, nos calman. Al contrario. Sólo reconozco
lo que incorporo a mi naturaleza, lo que nombro y palpo, lo que me excede y
hago mío, tal vez bíblicamente: estas luces iridiscentes que nos subyugan cuando
cerramos los ojos, este universo que asume la ciega mecánica de su expansión, igual
que nos recuerda, con persistencia, su extraño origen (que es también el
nuestro) y nos lo proyecta, una vez y otra, para que sigamos temblando. Cómo
no.
Hubo una explosión al principio; y seguimos explosionando. Quizá
esto sea la vida y en su temblor compartido se escondan, a la vez, todos los
enigmas del espacio y del tiempo. La fusión lujuriosa y excelsa de la carne y
el espíritu en este hermosísimo vals de cada día en que aprendemos a ejecutar los
difíciles pasos que van de una aniquilación a otra. O de una crisis a la
siguiente.
Etiquetas: Artículos
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