A dos euros por cabeza, unas diez mil personas (sorprendentemente
salidas de la generosa pulsión electoral o del doble fondo incorruptible de los
armarios) dejaron el domingo su voto para que Francina Armengol y Aina
Calvo presuman, ahora, de democracia interna y primarias; de diáfana transparencia
más allá de las estructuras piramidales de un partido que se mece o se
columpia, como todos los demás partidos, según la brisa y el poder lo arrasen o
lo arrullen.
Así suceden las cosas. De vez en cuando, la gente se cansa
de dar vueltas, a solas y a ciegas, y se adhiere primorosamente a lo primero
que encuentra. Se deja crecer, entonces, una larga cabellera de filias y fobias;
una greña de tópicos y prejuicios que, además de servirle de guía, de brújula, de
faro, de norte, de bandera y de divisa en el largo y tortuoso camino diario,
tiene el efecto colateral de reducir el espectro entero de la sociedad a la
singularidad de alguna de sus anécdotas: el fluorescente y frío resplandor de
la síntesis como culminación (y como parodia final) de un pensamiento más
próximo a las habilidades cisorias de un forense que al estupor de un filósofo
o un poeta.
Pero da igual. De hecho, no me sorprenden estas ni otras
artimañas, más o menos sofisticadas, de intentar convertir la vida de cada uno (y
así la de todos) en algo más llevadero y satisfactorio. En el patio global,
donde todo se compra y se vende, los partidos políticos no hacen otra que
confirmar nuestra estirpe fenicia contra el muro vacío y desolado de nuestra fe
y sueños.
Etiquetas: Artículos
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