Parece que a las gaviotas les ha entrado la vena continental
y el regusto urbano por el posado solemne al sol sobre las medias columnas,
como pedestales, del Paseo Mallorca. Cae el sol sobre ellas y sobre nosotros; y
mientras ellas crecen, enormes, al fin, en su envergadura de pájaros gigantes revoloteando
sobre los estuarios de tantos ríos que van a dar a la mar, que es el morir,
nosotros, en cambio, parece que menguamos con los requiebros circulares del
tiempo y el cambio ácido de las estaciones.
No hay forma, pues, de confrontar nuestra curiosidad de
ornitólogos (tan habituados a las jaulas como a las definiciones del lenguaje)
con su indiferencia biológica de aves, su quietud luminosa y su vuelo hambriento
de espacios abiertos, su textura de mármol o plástico (ambos de imitación) entre
una pesadilla de alquitrán y gomas viejas, que van y vienen. El oleaje, tal
vez, del pensamiento.
Será por ese reflujo de las mareas o el pensamiento que Palma
regresa, de vez en cuando, al mar torpemente olvidado y se abre, tal y como lo
está haciendo ahora, a su propuesta de misterios ocultos y olas y espuma, el
olor penetrante de la sal líquida: esa formidable tinta invisible con la que
escribimos, de jóvenes, tantos versos sueltos sin más objetivo que perfilar una
fachada marítima (interior y propia, contra los arrecifes de la muerte) con un
esplendor similar al de la última línea curva del horizonte. En cuanto quiten
de en medio los edificios en descomposición de GESA y el Palacio de Congresos
prometo volver a intentarlo.
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