Duele hablar de las marchas por la dignidad o, más aún, de
la dignidad como escenificación o delirio colectivo, cuando nada acaba siendo
lo que parece y la representación concluye con la evidencia de que hay
grupúsculos de vándalos (pero también, ay, de policías de paisano) infiltrados
en el bando que no debiera ser el de los otros, sino el propio. O el único
bando posible, el de todos. La indignidad de la violencia nos deja mudos y
horrorizados.
En efecto, de muy poco nos sirven las palabras a la hora
difícil de explicar la violencia. Nos abruman las desquiciadas imágenes de una
cacería en la que no existe otro discurso que el intercambio irracional de golpes
y piedras, el vaivén sudoroso de la sangre por entre las esquinas de la
guerrilla urbana, el silencio sucesivo tras el artificio de la victoria o la
rendición, el caos tocando el timbal en el quicio herido de la sien, los gritos
del acero, el alboroto de la ira o el refugio indigno, quizá, de los cascos y
los pasamontañas, el crepúsculo tardío de la fatiga invencible o de la renuncia
a los propios sueños o pesadillas.
La dignidad, como hipótesis, vale mucho más que los latigazos
del odio en plena noche madrileña o española. Mucho más que una batería de
insultos y descalificaciones sin más metralla que el sectarismo en Twitter o las
delirantes tertulias de algunas televisiones. La dignidad, a estas alturas del
festejo, es mirar el paisaje (tras la batalla) y reconocer que la ficción en
que vivimos, aunque no nos guste, igual es la mejor posible. Quién sabe.
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