Me asomo perplejo, pese a todo, a la lentísima rutina de los
días festivos y a las calles casi desiertas de Palma como si buscando,
metafóricamente, algo de vida y de movimiento: el baile anónimo, quizá, de
alguna figura humana con la que acompasar, en silencio y desde lejos, mi ánimo
de palabras sueltas y frases inconexas, mi indiferencia o mi pereza social, mi
cansancio infinito de artículos gramaticales más o menos salobres y de días
oscuros de no sé qué patria, cuál, una o doble, pequeña o grande, libre o tan
sólo redimida y, seguramente, traicionada, como mi alergia a la lluvia viscosa
y amarilla del polen y a los rayos de un sol que empieza a hacerse fuerte.
Omnipresente. Casi invencible.
Es hora, pues, de intentar hacer recuento de las bajas. De
rescatar, siquiera sea por unos pocos minutos de eternidad y memoria, los
viejos libros de Gabriel García Márquez,
que ya no volveré a leer nunca, por supuesto y sin nostalgia alguna, con la misma
inocencia aquella que perdí, para siempre, una tarde remota ante el asombroso
pelotón de fusilamiento de sus páginas.
Pasa, y ya es hora de decirlo y, sobre todo, de decírselo a
uno mismo, que jamás se abandona ese peligroso lugar de privilegio ante el
paredón de la vida o la muerte; y los días se convierten en viajes a ninguna
parte, salvo al punto exacto donde seremos alcanzados por el inevitable fuego
cruzado de la verdad y de la mentira; por el rayo revelador de alguna última
luz perturbadora. A mí me divierte pensar que las cosas son así, aunque, quizá,
no lo sean.
Etiquetas: Artículos
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