Escribir con la casa tomada por
un ejército de pintores de brocha gorda (los muebles y el polvillo blanco
arremolinándose por entre los salones y pasillos, el viejo laberinto del hogar transformado
en una trinchera) se convierte en una actividad paradójica, intempestiva, casi contra
natura.
No se trata, aunque yo juegue a
trazar líneas paralelas donde lo que abundan son aristas y tangentes, de
sobrevivir al rito fúnebre de un paredón asesino ni de repetir, obligados, las
monótonas consignas de los verdugos habituales, sino de evitar que el discurso
de los días se nos acabe atragantando. En efecto, las palabras pierden valor
(quizá por el furor uterino de las redes sociales) y la grosera dictadura de
las imágenes no hace sino ofrecernos un caos televisivo de sangre y venganza que
habrá que lidiar hasta que nos llegue la hora de pagar la factura. Bienvenida
la factura. Me refiero a los pintores, claro.
Pero es que la libertad también tiene
su precio. Y hay que pagarlo aunque creamos, pese a todo, en la bondad
intrínseca del hombre, en su inocencia esencial, en su condición de heredero de
un maldito pecado original que, al parecer, no acabaremos de pagar nunca. Es lo
terrible de la usura cuando, además de ahondar en los balances contables, se
aferra a los discursos territoriales o étnicos, la fe integrista, el velo de la
vergüenza sobre la razón. O el ceñudo monolingüismo subvencionado de la OCB y
sus esbirros; es decir, de nuestros catalanes de andar por casa ocupando IB3 y
los 116.160 euros de ofrenda. La factura.
Etiquetas: Artículos
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