Podemos echarle la culpa al mes de agosto y hasta dar por
bueno, con estos calores, que la mollera se nos ablande o atrofie; tal vez, que
se nos inflame o reseque, convirtiéndonos en una especie de antorchas humanas sobre
el abismo resbaladizo que hay entre el fuego y las brasas (o las cenizas de la
acritud y el desdén, la falta de rigor y el lenguaje cerril de la intoxicación
ideológica) de un odio que no sé si siempre fue nuestro o si sólo es de ahora.
De ahora mismo, al menos.
Me refiero, claro, a los que han convertido las redes
sociales y los lugares de opinión (por no hablar del uso de las tertulias
televisivas como referente textual) en mera exhibición propagandística de las
virtudes propias y los errores ajenos. Toda esa mierda maniquea inunda los
muros de Facebook o Twitter y mezcla todos los temas en el mismo tema. No hay
tema: sólo un alud de tópicos sobre, por ejemplo, judíos o árabes, fascistas o
más que fascistas, bolivarianos y nacionalistas de un lado, el otro o ambos;
triste penuria, en fin, de los adjetivos convirtiendo el mundo en una marcha descerebrada
hacia ningún sitio.
Pero nada dura para siempre; y eso es algo que deberíamos
celebrar si no fuera porque, en esta carrera de relevos, cada generación le
entrega a la que sigue un artefacto más inútil y envejecido, más repleto de
problemas y huérfano de soluciones. Un mundo peor amueblado y con peores vistas
en la primera línea de todas las playas y la línea última de un horizonte de
niebla, quizá de humo y explosiones, alucinación, vacío, nada.
Etiquetas: Artículos
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