Nunca he llegado mucho más allá de andar barajando (poniendo
y quitando) discos de vinilo sobre la aguja de la gente, más o menos ebria, en
algún pub amigo y lejano en el tiempo. Calle Apuntadores, Atarazanas, Plaza
Gomila y adyacentes. Algún lugar, pues, envuelto en la pesada bruma del tiempo
y en el calor huérfano de tantos meses de agosto huyendo del sol y las playas,
de los largos paseos al alba sobre la arena, las algas y el alquitrán, sobre
las conchas, vacías de vida, pero repletas de alguna música remota. Quizá de
metáforas o de mujeres que me escribían cartas, cuando aún se escribían cartas.
Por desgracia, ya no se escriben cartas y el archivo íntimo de
toda una vida se reduce a un desordenado arcón de papeles envejecidos y un
puñado de bites en un único pen de unos pocos gigas de capacidad con una
carpeta ramificada (por voluntad o azar) y un mar de archivos víctimas, en fin,
del olvido o la apatía. A la intemperie tanto de cualquier virus informático
como del más clamoroso de los naufragios. O el silencio.
Quiero decir, claro, que sé muy poco, pese a los
precedentes, de afamados disc-jockeys y de multitudes más o menos histéricas o exaltadas.
Más aún, me temo que su histriónica psicodelia actual lleva los mismos lustros
de retraso o distancia que mantengo conmigo mismo y con mi pasado. En todo ello,
pienso, mientras me acomodo en la terraza de algunos bares de Palma y dejo que
me rieguen como si fuera una planta en un frágil invernadero de cristal. Acaso
un penúltimo palacio de invierno en pleno agosto.
Etiquetas: Artículos
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