Parece que la cosa va de manifiestos. Es decir, de elaborar
un catálogo de afrentas lo más prolijo y conceptual posible y de buscarle
alguna salida de síntesis al enorme entuerto, algún discurso afectado, por lo
tanto, de metáforas rebuscadamente sencillitas y de buenas intenciones
sociales. Cómo no. Se trata, pues, de poner la realidad en una cuarentena
similar a la del barbecho para invitarnos a reflexionar sobre sus problemas y
los nuestros: buscarle la luz colectiva al apagón de la inteligencia, mejorar
su aspecto, su aura a mundo futuro sin más futuro que la debacle, la disolución
o, y eso es siempre lo peor y lo más probable, el triunfo final de algún
espejismo, del que sea.
Porque siempre hay algún espejismo que nos seduce sin que
sepamos por qué o cómo. Alguna idea u obsesión que nos palpita con letal
urgencia en las sienes. Alguna especie de maldad telúrica que se nos ocurre,
quizá entre sonrisas, y con la que pretendemos quitarnos la máscara ante todos
y así vernos, al fin, tal y como quisiéramos ser vistos. Lástima que no haya
forma de que las imágenes se estén quietas.
Pienso ahora en «Libres e Iguales» y en Vargas Llosa o Fernando
Savater. También en el nuevo manifiesto federal de Sartorius o Baltasar Garzón.
Pienso en “PLIS. Educación, por favor” y
en lo difícil que es intentar construir un oasis en mitad de la uniformidad
desértica del pensamiento único. Pienso que una vez me adherí a un manifiesto
(al de la Lengua Común) y que, hasta que se cumpla, no me hace falta firmar
ningún otro. Qué alivio.
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