Quizá el tiempo sólo sea la continuidad imaginaria de cierto
estado de vigilia, la conciencia (a menudo, inverosímil y fragmentaria) de un
espacio físico más o menos determinado que va dando tumbos según un guión maestro
cuyo sentido final ignoramos. Las cosas cambian con nosotros, nos mejoran y
degradan, nos envuelven de luz y sombras amenazándonos, paradójicamente, con
convertirnos en otros o en nosotros mismos. Lástima que no siempre lo logren.
Fue en septiembre de 2003 cuando publiqué mi primera columna
en esta cabecera. Desde entonces, sin más interrupción que una arteria
bloqueada y algún que otro apagón informático, se han cumplido once años y aquí
sigo (y mientras lo digo observo una sarcástica sonrisa de humo y niebla escondida
en el omnipresente perfil oscuro de esta página) repitiendo, pese a todo, el
mismo artículo un par de veces a la semana, varias al mes, bastantes al año,
muchas al lustro, muchísimas, en fin, a la década.
Contra el tópico de andar escribiendo siempre lo mismo (como
contra tantísimos otros tópicos) uno empieza a rebelarse de joven para terminar
encogiéndose de hombros algo después; es decir, ahora. Lo digo porque, en no pocas
ocasiones, quisiera haberles escrito alguna primicia de las que venden
periódicos y hacen avanzar, siquiera sea democráticamente, a la sociedad
entera. Lo digo porque, a falta de personajes y lugares extraordinarios, he
tenido que refugiarme en el estilo: ese artificio o ese mérito, ese modo de
decirles las cosas tal y como me las digo a mí mismo y a nadie más.
Etiquetas: Artículos, Literatura
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