Cuando uno cierra los ojos le invaden los fosfenos. Son esas
pequeñas manchas luminosas que centellean en la oscuridad sin llegar, por cierto,
a iluminarla. Son esas molestas perturbaciones que siguen acompañándonos cuando
regresamos al pasado. O cuando el pasado regresa convertido en aparente
novedad. Exactamente en eso pensé mientras escuchaba a Pablo Iglesias hablar en Vista Alegre.
El nivel me pareció más o menos el mismo que cuando Amando de Miguel me puso un
sobresaliente en Sociología. Se trataba de un examen monotemático sobre la
lucha de clases del que me salí escribiendo folios y más folios tan rellenos de
pasión como de mala caligrafía y abundante retórica: los esquemas de Marx y Marta Harnecker, las aventuras de Bakunin, Godwin o la venerable CNT española, las
elipsis de Cioran o Sartre, las distopías de Orwell o Huxley, las enseñanzas alucinadas de Castaneda o el despliegue literario propio, en fin, hacia un futuro
sin esas mismas clases sociales de las que iba el examen y parece que vuelve a
ir el mundo, empeñado en dar un curioso salto mortal hacia atrás. Hacia atrás como
hacia ninguna parte.
Quizá esta exhibición funambulista debiera empezar a preocuparnos.
Quizá no ir hacia ninguna parte sea como perderse indefinidamente en un gran
desierto. En el arenal infinito del tiempo. En el légamo perenne de los siglos.
En el agujero negro de la ficción y las leyendas. Es cierto, nos han dicho que
hay un oasis en alguna parte, pero seguimos dando vueltas sobre nosotros mismos
sin encontrarlo. No hay manera.
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