Es cierto que nos rescribimos de continuo. Que estas líneas
de ahora son también las de hace algunas décadas, cuando todo nos parecía mucho
más excitante y sólo era que éramos más jóvenes y mucho más inexpertos; que el
mundo nos deslumbraba con los juegos malabares de nuestros maestros y
predecesores y que andábamos, en definitiva, absolutamente famélicos de
palabras con las que rellenar los estrechos e irregulares márgenes de esa
especie de gran libro que pensábamos, tal vez, que podía ser la vida.
Luego la vida ha sido ese libro, en efecto, pero también
muchísimas otras cosas. Una biblioteca enorme y tullida (de sangre y a fuego),
un dantesco laberinto de voces entrecruzándose hasta el infinito o el vacío, un
viaje repleto de hallazgos y ausencias donde nos acabamos encontrando con la
misma facilidad con que nos sentimos perdidos. Es así que nuestro estar es,
desde siempre, intermitente y nuestro decir, por desgracia, se conforma con la
exhibición entrecortada y fragmentaria de sus destellos, su indisimulable impotencia
final, su voz rota por el rumor permanente de que nada es, de hecho, lo que
parecía. O parece. Nos quedan, pues, muy pocas esperanzas de cambiar, para
bien, las cosas. Puede que ya no nos quede ninguna.
Nos hace muy felices, sin embargo, que no todos se hayan
vuelto tan escépticos como nosotros. En eso pensé mientras observaba, con
asombro, cómo aún queda gente (los convocados por PROU) dispuesta a protestar
contra la inmersión lingüística y la asfixia en las mazmorras del nacionalismo.
Bien hecho.
Etiquetas: Artículos
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