Pienso, ahora, en la inefable ministra de Sanidad del
gobierno de España y en los dos venerables misioneros, enfermos del virus
Ébola, que fueron transportados, graciosa e irresponsablemente, desde la selva
o la sabana africana hasta el mismísimo corazón urbano de Madrid. Ambos fallecieron
dejando un reguero de posibles contagios, un rumor creciente a pandemia
luciendo entre la precariedad, las quejas y también el lógico terror del
personal sanitario, la falta general de preparación, medios e instalaciones y
los inocentes, pero quizá contagiosos, colmillos del perro Excalibur,
finalmente sacrificado, pese a la ira (irracional) de los animalistas.
Pobrecillos.
Pienso, también, en el ridículo general de España (y muy en
especial de la marca España) dando tumbos alrededor de las idas y venidas del
virus letal, los trajes protectores que nadie sabe ponerse ni quitarse
correctamente, el optimismo propagandista y suicida de las autoridades y el
miedo en el rostro de quien se sabe conejillo de unas Indias desconocidas e
imprevisibles. Tantos desastres juntos no hacen sino aclararnos el paisaje.
Pinta mal.
Parece, por lo tanto, que no es lo mismo bordear los
límites, siempre difusos, pero obvios, del esperpento que ponerse a chapotear
de lleno en él. Eso es, más o menos exactamente, el doloroso diagnóstico que
cualquier lectura atenta de la realidad nos sugiere. Acabo de enterarme de que
Son Espases se ofrece para analizar los casos sospechosos de Ébola. Tanto valor
me abruma. De veras. No sé si echarme a reír o a llorar.
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