A menudo me escapo de Palma como
de mí mismo. Visito, entonces, las ciudades salvajes y vírgenes de mi pasado
sabiendo que en ellas encontraré nuevos matices que añadirle a la felicidad y
también a los conflictos acumulados. Uno va acumulando contradicciones, versos
sueltos y hasta estrofas enteras sabiendo que no pertenecen, tan sólo, al
tiempo que ya nos hemos echado a la espalda, sino que van conformando, de
alguna manera, ese fenómeno temporal tan sobrevalorado que llamamos futuro y que
no es sino lo que hacemos cada día, en este instante de ahora que se nos escapa
una vez y otra.
Están, pues, el tiempo y espacio
jugando en nuestra consciencia y, sobre todo, en nuestro lenguaje; en nuestra forma
de entender el mundo y de progresar (o intentarlo) no sabemos muy bien hacia
dónde, por qué ni cómo. Existe todo un abanico de posibilidades por explorar.
Casi infinitas maneras de dejarse vencer por el agobio. Muy pocas de hallarle
la salida al laberinto y, aun así, no salir bajo ningún concepto, porque la
vida consiste en demorarse en las encrucijadas, los preámbulos, las salas de
visita, los umbrales del ser que somos. O casi.
Cuento todo esto porque ando
estos días por Valencia. He descubierto un puente de madera sobre el Turia (Pont
de Fusta, se llama) que le da cien mil patadas a todos los puentes con que Calatrava le ha ido sacando el rímel a
los ojos pintarrajeados de la vida y la política. Y aquí en Valencia, como en
Palma, es muy difícil encontrarse un verso suelto y que no lo acaben machacando.
Como a Isern.
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