Lo peor de todo son los imbéciles, en efecto. La insuperable
estupidez de los que se suman a un credo, una fe, un avivamiento o una liturgia
cualquiera y la acaban convirtiendo en la mortaja totalitaria del universo, en
el paisaje único de sus lamentables vidas, en la asfixiante locura de tratar de
imponer a los demás ese mismo credo, fe o liturgia, esa fúnebre broma de los
sentidos que consiente hasta en inmolarse para alcanzar un imposible harén de
vírgenes ensangrentadas.
Lo peor de todo son los imbéciles, en efecto. La insuperable
estupidez de los que le buscan razones y hasta motivos a la barbarie,
justificaciones a la fría descarga asesina de un arma de fuego y plomo contra
la piel y la vida, contra la levedad y el humor, a veces errado y herido, de
los que intuimos que todo en la vida es siempre fugaz y pasajero, salvo alguna
que otra cosa; hay que volver a atravesar el viejo río de Heráclito y de la existencia y recordar la perseverante humedad del
agua en la piel hasta cuando se haya, finalmente, secado y los truenos resuenen
cerca y los rayos nos sigan persiguiendo con sus chuzos de punta. Con su
fanatismo.
«Es duro ser amado por estos imbéciles». Así lo declaraba un
desbordado Mahoma de caricatura
refiriéndose a algunos de sus seguidores. Pero hoy, que podríamos dibujar esas
mismas viñetas con la sangre aún caliente de las víctimas de Charlie Hebdo, sólo nos queda pensar
que es duro, muy duro, ser odiado por estos imbéciles y asesinos del kaláshnikov
en las manos y la metralla en la frente. O en el alma.
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