Voy leyendo los múltiples partes de defunción de UPyD y no
puedo sino quedarme pensativo. ¿Cómo es posible? Tengo (o he tenido) amigos en
esa formación. Gente que ha merecido, alguna que otra vez, mi voto y a la que
podría volver a votar sin mayores reparos o remordimientos. Es cierto, eso sí,
que Rosa Díez (tan ambarina y
angulosa, ella) nunca me ha gustado, pero tampoco le veo al líder de
Ciudadanos, Albert Rivera, un porte
o bagaje mucho mejor. Será que ya ha llovido desde aquel desnudo suyo en los
carteles de una Cataluña que siempre prefirió el rococó nacionalista al
minimalismo exento y, quizá, inmaculado.
Conviene que aclare, no obstante, que mi voto no vale nada;
mi sentido práctico de la realidad es nulo y no creo en ninguno de los dogmas que
los partidos políticos esgrimen al llamarnos a urnas. La verdad es que ni la
economía ni la sociología (como tampoco sus variantes dialécticas y ontológicas,
televisivas, de género o sexo y hasta zoológicas) me importan un comino. Estoy
seguro que mi amigo (de Facebook, al menos) y cabeza visible de UPyD en
Baleares, Johannes A. Von Horrach
sabrá entenderlo.
Lo que no creo que nadie entienda es que el trabajo de años,
de repente, no valga para nada y Ciudadanos venga a sustituir a UPyD sin más
razones que el caprichoso azar de un sarpullido mediático. Es por eso (entre
otras cosas) que siempre miento cuando al salir de los colegios electorales me
interrogan sobre el tacto rugoso de la papeleta de mis sueños. Esa papeleta no
existe. Lo sé y lo saben ustedes. O eso creo.
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