Si entre nosotros parece que no dejamos de buscar líderes (y
encontrar alimañas) que nos dirijan, cómo no vamos a buscarle a la creación
entera un creador único, un rostro amable o cruel, pero responsable, que nos cobije
cuando andamos perdidos y dé sentido al viaje ensortijado de los años que se
suceden sin otra música que la de una solemne procesión bíblica: desde los
albores del diluvio universal hasta la luz intermitente de una vela ante la que
oramos, vacilantes, cuando ya nos empieza a faltar la fe y las palabras añoran su
antiguo poder curativo, su empatía o hipnosis.
No acaba de amanecer en esta noche oscura y de plomo en la
que me revuelvo, inquieto, en mitad de mis sueños. Los encapuchados, con
ruidosos y lacerados tambores, van recorriendo las calles como si se
dirigieran, una vez más, a Getsemaní, ese jardín de olivos retorcidos, y una
última oración les esperara allí, dos mil quince años después. Esa oración es
la misma que sigue resonando, ahora, en mi recurrente insomnio de casi siempre.
Qué poco han cambiado las cosas.
Mientras tanto, hoy celebramos (a nuestra manera, por
supuesto) el día de la Cruz. O el de la muerte que se acabará convirtiendo,
finalmente, en la magnífica premonición de un sepulcro vacío. No obstante, no
voy a buscar por ahí afuera las pruebas exquisitas de una fe que apenas sí
conservo en mi interior; y no siempre, tan sólo a ratos. Hay algo en la
naturaleza humana que nos empuja a nombrar todo cuanto desconocemos y hasta
llamarlo Dios, en ocasiones, sin saber de lo que hablamos.
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