Suelo entrar en la Lonja igual que en un museo o un templo.
Con cierto asombro y expectación. Como frotándome los ojos para que las
imágenes se multipliquen y la mirada se me pierda por entre las ojivas góticas del
cielo, las nubes de piedra y el aire a cónclave de mercaderes, a subasta de sudor
y huesos. Ahí la humanidad intercambió sus dones y provocó, quizá, la ira de
los más justos. Pero hace tiempo que ya no me recuerdo esa indignación en la
sien, ese avivamiento interior, esa ebullición en el arco curvo y tenso,
sostenido, de las palabras. Es una lástima, lo sé.
Pero entro en la Lonja y me encuentro con una exposición (o
instalación o lo que sea) de Rebecca
Horn. Midiendo el cielo desde el fondo de un pozo. O “Glowing Core”. O unos
espejos superpuestos. Varias calaveras deshabitadas. La vaga presencia teórica de
Ramon Llull o de quien se quiera, en
fin, sacar del sepulcro para dejar que se pudra al devenir de la tertulia, la
representación o el artificio. Los muertos exquisitos siempre le dieron mucho
juego al arte. O así.
Pero vuelvo a entrar en la Lonja y me asomo a los pozos sin
fondo no sé si del cielo, la tierra o de mí mismo y mido las distancias como
quien se contempla sin verse y sabe que en los espejos no hay más ni menos que la
propia vanidad; y sonrío o me aflijo con que el IEB se gaste, me dicen, veinte
mil euros en esto y el cero metafísico del arte nos ocupe la Lonja durante seis
meses como si la sangre se nos detuviera en las venas y a ver qué dice,
entonces, nuestro maltrecho corazón. ¿Qué dice?
Etiquetas: Artículos
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