Repaso las portadas de la prensa y llego a la dolorosa
conclusión de que, según parece, todos los teléfonos móviles (y sus
correspondientes pilas íntimas de mensajes en aplicaciones como WhatsApp y similares)
de la gente más o menos conocida o por conocer están, constante y ubicuamente,
pinchados, intervenidos, minuciosamente auscultados.
La verdad es que me cuesta mucho creer que eso es así. Me
resisto a aceptarlo pese a que la batalla parece perdida e intuyo, incluso, que
nunca sabremos, con certeza, si lo que se filtran son las goteras malolientes
de la realidad desbordada y desbordante o su abono de parte, ese riego
interesado que va escribiendo la historia. O rescribiéndola. Mal asunto, éste,
el de la historia rescrita según se escrutan las líneas de una mano o se
convoca a los muertos para que nos digan, en fin, lo que ya sabemos. ¿Qué otra
cosa podrían decirnos?
La privacidad pasa, entonces, por huir del escenario de la
modernidad y las nuevas tecnologías, por abandonar el vértigo de los chats del
infierno, las rápidas y desaliñadas grabaciones de la barbarie, el tuit
inmisericorde con que el pensamiento libre se cuadra y se convierte en otra
cosa, una consigna, un dogma, quizá un arma vírica y arrojadiza que intoxica al
personal, desvía su atención o, mejor aún, la colapsa. Será por eso, tal vez,
que desde hace tiempo sé que soy aproximadamente quien soy y no más ni tampoco
menos. Desde ese lugar tan incierto miro al mundo, como a mí mismo, sin acabar
de reconocerlo o reconocerme. Buena señal. Estoy seguro.
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