Diríase, por desgracia, que la humanidad es una mala mezcla
de gente con horribles monos naranjas y verdugos con aire marcial, dagas,
puñales y capuchas negras. Los monos naranjas, en ocasiones, se transforman en
harapos hechos trizas, en piel requemada al sol, en puro naufragio de sal y muerte
anunciada frente a las costas, siempre lejanas y quizá ficticias, de la
libertad o de sus sucedáneos. A su alrededor, los tiburones presienten la
carnaza fresca y se arremolinan; hacen rechinar sus dientes, sus puños de metal
o sus guantes blancos, blanquísimos, como parásitos en plena orgía de los
sentidos, como buitres de una fe caníbal que sólo da en devorar la fe ajena y
así hacerse fuerte.
Observo el universo y casi que quisiera saltar del tren en
llamas hacia ninguna parte; pero fuera del tren no parece haber ningún lugar exacto
donde cobijarse, ningún claro de luz entre la humareda y las brasas donde reunirse,
al fin, consigo mismos, ningún remanso donde dormir un breve sueño que no sea,
necesariamente, el último. Mal lugar, también, ese lugar que no existe o que
sólo nos vale como epitafio.
Habría, pues, que huir por igual de las lápidas y de las sogas.
De los puños de metal como de los guantes blancos, blanquísimos. Evitar el
mercadillo infecto de los dioses menores y su dolorosa usura; su decrepitud de
larvas que sólo pueden convertirse en monstruos, en lluvia torrencial y tóxica
sobre las urbes donde, una vez, el hombre acertó a pensar y ya sólo balbucea
cualquiera de sus múltiples y variadas ideologías de muerte.
Etiquetas: Artículos, Literatura
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