No sé cuántos artefactos nucleares nos rondan por ahí
afuera. Tampoco cuántos virus más o menos expansivos y letales burbujean en las
hornacinas de algún laboratorio del infierno. Mientras tanto, el vals espacial
de las constelaciones sigue dibujando trayectorias inverosímiles que sólo
podemos disfrutar si somos capaces de olvidar la posibilidad estadística de la
colisión, el colapso de los sentidos, el advenimiento cegador de alguna luz
terrible y su oscuridad absoluta.
Quiero decir, pues, que no me pilló por sorpresa el nuevo Fin
del Mundo anunciado para el pasado miércoles, 23 de septiembre. Otra gran
catástrofe que llevarme al gaznate y que sumar, como mínimo, al efecto dos mil
del 2000, a la cabalística de Nostradamus
en 2006 y a las profecías mayas en 2012. Ahora son Malaquías, la simbólica reunión de Francisco y Obama, las mutaciones
del Gran Colisionador de Hadrones y algún que otro delirio sobre cometas
errantes los que nos demuestran las ganas que tenemos de cambiarlo, de una vez,
todo por nada y seguir, después, tan tranquilos. O no seguir.
Me tenía, no obstante, preocupado que este fin del mundo
tuviera la poca delicadeza de llegar a ocurrir y privarnos, así, de contemplar
el gran advenimiento de la independencia en Cataluña. Hubiera sido una putada
mayúscula que algún nacionalismo opresor, central y hasta cósmico tuviera la
desfachatez de impedirnos descubrir que los catalanes, en definitiva, son como
los escoceses. Una gente bastante civilizada con infinidad de matices. Como
todos.
Etiquetas: Artículos, Literatura
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