En ocasiones, a un país le crecen hasta los enanos y,
entonces, el espectáculo general se resiente. Llega al poder gente extraña con
un más que extraño orden de prioridades en su mollera y la opinión pública
acaba por no entender casi nada. No ayuda, tampoco, que el guión deba de pasar
varias veces, inexorablemente, por el afiladísimo tamiz de las redes sociales y
que lo poco que le sobrevive acabe destilando, tras los análisis, los
exabruptos y los memes de Twitter o Facebook, un hedor a materia descompuesta que
nos resulta insoportable.
Es entonces cuando, en el ámbito general, por ejemplo, a un
director de cine como Fernando Trueba
se le ocurre tirar de ego y abusar de su minuciosa mirada oblicua. Comprendemos
que le sea muy útil el dinero y que con la euforia de los premios nacionales se
le vaya España entera al sumidero. No hay peor tonto que el que se cree tan
importante como para impartir cátedra sin que se lo pidan.
Así las cosas, trasladarse al ámbito local tampoco mejora las
cosas. El Govern de Barceló y Armengol, el Ayuntamiento de Hila, el Consell de Ensenyat y de nadie más, el grueso
batiburrillo de Huertas y Jarabo van demoliendo la realidad como
si su logística se circunscribiera a un monolito de piedra en Sa Faixina. Aina Calvo lo limpió hace años, pero
tanto da. Nadie se cansa de amanecer en el pasado y observar el monolito del
eterno retorno justo al lado; del lado de los sueños, las circunvalaciones del
progreso, el estúpido error de creer en la verdad y, aun así, sentirse
originales.
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