Pongamos, pues, que hablo de Cataluña, como si ello fuera
posible. No es fácil, en absoluto, escribir sobre una colectividad en crisis,
un grupo humano al borde del llanto o la risa injustificables. No es fácil
asistir a un desfile desquiciado de sonámbulos justo al filo del abismo, la
bruma donde ya no se respira, la oscuridad que todo lo niega, sepulta y anula.
No es fácil dejar de lado la emoción y los sentimientos, la proximidad y hasta
la empatía, el alarido familiar del pasado o el presente, el rumor anodino de
las horas que se van torciendo, poco a poco, como si un mal sueño se eternizara
en nuestros adentros.
Compartimos ese lugar malcarado (e interior) como si
fuéramos los hooligans o los hinchas inasequibles al desaliento de unos y otros;
en realidad de nadie, porque el aire que agita las diversas banderas de todos
está viciado por el mismo grumo infeccioso, la misma torrencial confusión, el
mismo temblor a colapso, a error irresoluble de cálculo, objetivo, discurso.
La noche del domingo se me fue entre cánticos. Entre cantos
y cantares. Los vencedores que no vencieron y los derrotados victoriosos. Todas
las imágenes se me marchitan al unísono en la mínima palma de la mano, en la
comisura del labio, en la íntima certeza de que, más allá de la resaca
electoral y los lustros sin gobierno efectivo, debiera amanecer un tiempo de reinvención
y calma, diálogo, introspección, de paso firme hacia ese orgullo indefinido de
ser quienes somos y no quienes nos dicen que somos. Aproximadamente, al menos.
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