El mundo es una reunión de bazares (es decir, páginas webs,
blogs) más o menos infectos, un zoco enloquecido de esquinas muertas donde se
entremezclan y camuflan, indistinguibles, la oferta y la demanda, la necesidad
y el deseo, donde campan a sus anchas el consumismo y también la usura, el
despilfarro de unos y otros, el ir acumulando cadáveres exquisitos, metralla y cachivaches
como si el síndrome de Diógenes no
se decidiera a abandonarnos nunca y la lista de la compra fuera tan sólo un eufemismo.
Hay que comprar, en efecto, todo lo que veamos que aún está
en venta, porque se avecinan tiempos de escasez y penuria y no siempre
dispondremos de unos pocos euros con que apostar a cualquier número antes de
que salga, una vez y otra y siempre, el maldito cero y la banca decida que no
va más, porque ya fue todo, aunque aún nos quede, en la casa sin hipotecar de
nuestros sueños, algún que otro rincón vacío que rellenar con cualquier cosa, la
que sea: la fantasía de ser, exactamente, lo que poseemos, la cíclica y
vertiginosa pesadilla de estar a punto de perderlo todo, el convencimiento de
que, pese a nuestros esfuerzos, nunca tendremos suficiente, la terrible
sospecha de que nos iremos con las manos vacías. Cómo no.
Pero hoy es Black Friday, como el lunes será Cyber Monday.
Es obvio que tanto anglicismo nos hace mejores y más atractivos, nos moderniza,
nos sumerge en el mito de la globalización (que no sé si existe o si feneció
tras un mal sueño de refugiados huyendo de un lugar a otro sin más fronteras
que los peajes de la guerra o las aduanas del miedo) con el que empezamos a
familiarizarnos, qué remedio, con las rarezas de ese trueque ubicuo, de ese
mercado ancestral que es la vida, su ávido instinto depredador al persuadirnos
de que necesitamos, realmente, todo aquello que nos venden, que nos vendemos;
que casi nos regalamos con ofertas irrechazables y la facilidad crediticia de
pagar en cómodas mensualidades durante años, lustros, décadas.
Así la vida entera se convierte en algo ordenado,
responsable y marcial, en algo con cierto sentido entre tanto caos populista y
tanta chusma insolvente, mientras la caja registradora va tomando nota,
silenciosamente, de nuestros pagos puntuales y todo va bien, va perfectamente
bien y toda suerte de vida va decantándose con armonía, prosperidad y no sé
cuántas otras bendiciones. No obstante, si, por algún motivo que no podemos
imaginar, dejamos de ingresar nuestras cuotas mensuales la caja registradora chirriará
y puede que se acabe convirtiendo en una monstruosa y aullante sirena (en
griego antiguo, Σειρήν Seirến, ‘encadenado’, relacionado con el sánscrito
Kimera, ‘quimera’) con un terrorífico coche policial adjunto. O así.
Etiquetas: Artículos
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